miércoles, 20 de abril de 2011

Staten Island,

Todo iba bien, había tomado el metro hasta el Ferry, situación que me llevó al diálogo con un Newyorker, que me contaba en el camino que el Ferry de día es muy distinto a la noche. El escenario que me tocó a mi era familiar y turístico, al parecer de noche es más rudo, oscuro y temeroso.
Cuando me bajé en Staten Island fué muy fácil llegar a mi primera parada, el Museo, un espacio para la cultura local, bastante especial y misceláneo, donde viajas por la historia del Ferry, de la Isla y de su medio ambiente, de una forma muy educativa y didáctica en el primer piso, y donde había una exposición transitoria de la Artista Andrea Phillips, en el Segundo, la obra era interesante, la primera impresión era la de piezas naïf y decorativas, pero cuando te acercabas eran perfectos collages, divertidos, que te llevan a viajar por una historia diferente cada uno. Personajes y escenarios construidos con pequeños pedazos de papel y un poco de pintura, interesantes, sin ser fabulosos.
Salí del Museo, con ganas de continuar el periplo por esta isla absolutamente desconocida para mí. Pero pensé que todo, desde el primer día, ha sido desconocido, así que sentí una confianza especial frente a la aventura de un nuevo lugar. Sin prejuicios ni temores.
Tomé la micro, que me dejaría en el Templo Budista “The Staten Island Buddhist Vihara”. Después de un diálogo con el chofer logramos ponernos de acuerdo en cual sería mi bajada y se comprometió a avisarme. Me senté en una posición estratégica, que no le permitiera olvidarse de mí, el espejo retrovisor era nuestro punto de encuentro.
Cuando el bus comenzó su transito por la isla, con más paradas que Huge Heffner en sus mejores tiempos, comencé inevitablemente a observar a los personajes que estaban a mi alrededor. Los buses acá tienen una distribución distinta a la de Chile, por lo que es inevitable mirar a la cara a algunas personas y mi estratégica ubicación además me obligaba a mirar a dos personajes sacados de una película, o mas bien, de la crónica roja del noticiero.  Él, un pequeño hombre, cuyos pies no lograban llegar al suelo y con una gran cabeza rapada, de manos muy gordas y cortas, con una mirada poco feliz y extrañamente psyco, un hombre que me recordaba a los 10 más buscados de Norte América, o a uno de los realmente malos de Prison Break, con cara de loco y una voz gutural que salía entre sus desordenados dientes. Junto a él, su pareja, también muy extraña y con mirada infeliz, que jugaba con su celular sin prestarle mayor atención a su acompañante. Comencé a sentir un temor extraño, a experimientar senciones que nunca había tenido, menos acá, donde dentro de toda la locura que es ésta ciudad, ningún ser humano es mas poderoso que ella; excepto ellos, mas poderosos que cualquiera de nosotros, por que expiraban un halo de maldad, que los hacía fuertes, locamente fuertes.
Frente a ellos no me demoré en sentir unas extrañas náuceas, parecía que mi estómago me iba a devorar y mi garganta evitaba que saliera un temoroso llanto de auxilio. Al poco andar, se subió a la micro una mujer, con tres pequeños niños, los que generaron una sonrisa y felicidad exaservada en este hombre, su mujer le dió la espalda, mientras él seductoramente invitaba a la pequeña niña, de mas o menos 4 años, a sentarse junto a su lado. Mientras ella se sentaba, seducida por este mounstro sonriente, él le acarciaba la pierna. Una mujer, que sabía lo mismo que yo, se levantó de su asiento, le cedió el suyo a la madre, y cogiendo sutílmente la mano de la niña la llevó al lugar donde realmente debía estar.
Por si no fuera suficiente, y haciéndole aguante a la situación, se subió una mujer aparéntemente de 40 o más años (que de seguro no superaba los 35, se veía desgastada por la experiencia, por la vida dura) con un joven, también rapado y con un tajo que daba vuelta su cabeza. Ella lloraba y él la llevaba hacia el final del bús, aprentándole el brazo sin mediar fuerza. Depronto se comienzan a escuchar golpes, sin gritos de defensa ni auxilio, él la golpeaba y nadie hacia nada. Yo sentía que debía hacer algo, todo el tiempo sentí que debía hacer algo, pero ni el idioma, ni el temor, me permitieron reaccionar. De pronto me ví camino a un templo budista rodeada de periferia y de personas sacadas de un extraño mundo.
Decidí bajar del bus, intentar respirar y volver a herguir mi cuerpo, que obligué a curvar como mecanismo de defensa. Crucé la calle y esperé el bus que me llevaría de vuelta al ferry y a nuestro Manhattan querido. 

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